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Visitar Constanza es una ocasión para maravillarse de la belleza dominicana

constanza-2CONSTANZA, La Vega (República Dominicana).-Para una inmensa mayoría de dominicanos la montaña y sus atractivos adjuntos, tales como los valles intramontanos, la temperatura fresca, los altiplanos, el nacimiento de los ríos, un aire escasamente poluado y la frecuente presencia de envolventes neblinas entre otros, no representan un destino al momento de programar sus vacaciones o ensayar una experiencia sensorial fuera de lo común.

A diferencia de las restantes islas del archipiélago Antillano, la orografía nacional muestra en tan pequeña superficie insular cumbres que superan los tres mil metros de altitud -Brasil siendo unas 176 veces más extenso que nosotros no tiene ninguna- así como sierras y cordilleras cuyas poblaciones son testigos oculares de un constante romance entre las nubes y los altos picos que encuentran a su paso.

Entre las ciudades montañosas del país Constanza, fundada hace poco más de un siglo y asentada a unos 1200 metros en el macizo central, es la más poblada y de mayor significación económica, y aunque en el transcurso de  mi vida estudiantil y profesional la había visitado en diversas oportunidades, fue en esta tercera semana de Adviento 2013 cuando decidí pasar algunos días en plan de vacaciones.

Dos motivos presidieron mi escogencia: el primero disfrutar de las bajas temperaturas que se registran en ella durante el fin de año que me recordarían el glacial escenario de Madrid y París donde acostumbro ir en el período navideño y segundo, por el provincial detalle de que la empresa transportista me recogería a domicilio, práctica que antaño se estilaba en Santiago y creía pertenecer a la prehistoria del transporte.

Si queremos tener una experiencia nada libresca de los hábitos culturales del pueblo dominicano, ninguna mejor que abordar los microbuses populares que se desplazan hacia las diferentes comunidades del interior y observar los usos y costumbres que asumen los viajeros, las cuales están avaladas por un ejercicio de variadas décadas y no pocas veces reñidas con las normas más elementales de una calmada coexistencia.

Como íbamos al mismo destino, todos los pasajeros parecían conocerse conversando a tan viva voz que uno pensaba  estar en una gallera; mi desconocido vecino me hablaba con una familiaridad inconcebible en otras latitudes; otro comía con voracidad un pollo cuyo sazón impregnaba el aire; un locuaz dulcero, que nos acompañaba hasta los Alcarrizos, ofrecía una gratis degustación de sus dulces que luego vendía a los interesados, mientras salsas y bachatas se disputaban nuestro pabellón auditivo.

A partir de El Abanico y comenzar el ascenso, algunas singularidades caracterizan el viaje a Constanza: se apaga el aire acondicionado del microbús y luego de abrir las ventanas es reemplazado por el frío del entorno; se avistan precipicios y paisajes que hacen las delicias del colectivo, en ocasiones ocultados por espesas neblinas, y expendios de frutas  y flores exóticas se suceden a ambos lados de la carretera.

De una manera sutil pero evidente, se notaba en los rostros de los nacidos en esta cordillerana urbe que nos acompañaban, el asomo de un legítimo orgullo al saber que su ciudad es la  única del país visitada por las cuatro estaciones; que para conocerla todos debemos hacer el sacrificio de subir para apreciar sus encantos, y que su valle es el único susceptible de estimular y promover el agroturismo nacional.

La antesala de la ciudad está representada por el municipio de Tireo Arriba, Al medio y Abajo cuyo valle es como una especie de avanzada, de versión en miniatura de lo que dentro de unos instantes nos espera, conociendo amistades que en cuanto a belleza prefieren el de Tireo porque sus escasas dimensiones y amortiguadas ondulaciones facilitan una visión de conjunto armónica e impresionante.

En razón de que mi estancia coincidió con el plenilunio, una noche de luna llena –el 16-12-2013- hice una visita a este pequeño valle para verlo iluminado por el astro de la noche, lamentando en éste momento no tener la riqueza lingüística de Antón Chejov o la sensibilidad poética de Robert Frost para describirles a los lectores de esta crónica la embriaguez causada al ver la luz plateada proyectada sobre el dormido caserío y los descansados cultivos.

Por su fundación en 1894 la ciudad de Constanza no puede presumir de poseer un pasado arquitectónico de relevancia o mostrar un patrimonio inmobiliario digno de admiración, y en el supuesto caso de que un residente local se empeñe en afirmarlo le ripostaré diciéndole, que es el magnífico anfiteatro natural que le rodea el responsable de la legendaria belleza que los restantes habitantes del país le atribuimos a esta urbe.

Los dominicanos procedentes de las zonas bajas siempre resultarán  agradablemente maravillados al ver en los jardines frontales de ciertas residencias de Constanza plantas florecidas de claveles, margaritas, gladiolos, azucenas, aves del paraíso, crisantemos y otras que solamente pueden ser observadas, pero muertas y cortadas, en floristerías, coronas funerarias, floreros, puchas y en recepciones matrimoniales. Las de invernaderos no huelen igual.

Al no existir edificaciones monumentales o viviendas patrimoniales a visitar, me dediqué entonces a tomar notas de lo que me parecía más pintoresco de la ciudad y de sus ciudadanos, a quienes jamás designaré con el horroroso gentilicio con que se les conoce – constanceros y constanceras – ya que su malsonante  sufijo –ero/a- no le hace justicia a su formidable emplazamiento topográfico.

Existen en el país dos municipios de escasa significación política y geográfica cuyos habitantes ostentan sin embargo unos gentilicios principescos-se trata de los liceialmedienses y los sabanalamarinos correspondientes a Licey al Medio y Sabana de la Mar respectivamente – deseando para los nacidos en Constanza algo similar, suplicando por lo tanto a sus autoridades que mediante un referéndum elijan uno más elegante.  Cuál? No sé.

No obstante haber existido en el pasado siglo pequeñas colonias de inmigrantes provenientes de España, Líbano, Japón, Hungría y Yugoeslavia, la fisonomía de la población actual no tiene nada que ver con esas etnias, notando sobre todo en las mujeres un color acanelado y una lacia y abundante cabellera negra, que a menudo nos remiten al físico atribuido a los aborígenes.

Creo que el único rasgo conductual visible dejado por estos extranjeros, en especial  por los japoneses y españoles, es la tesonera dedicación y disposición a las actividades agrícolas que ha convertido a este valle de 4 kilómetros de Norte a Sur y 8 de Este a Oeste en el principal proveedor de hortalizas y flores del país, constituyendo además el mercado preferencial de las multinacionales de pesticidas y de las nativas de fertilizantes.

Sin temor a ser desmentido estoy en condiciones de proclamar que la tendencia personal más acusada de este pueblo es su acogedora hospitalidad, su afectuosa anfitrionía, aunque en ocasiones pensaba que su amabilidad tal vez obedecía a que estoy en el umbral de los setenta y las personas mayores somos objeto de ciertas preferencias por parte de la colectividad que visitan o residen.

Tres ejemplos serán suficientes para ilustrar la cálida acogida de sus gentes: al preguntarle a un vigilante bancario donde estaba el Banco Popular de la ciudad, la señora que conversaba con él sin pensarlo dos veces intervino diciéndome que me conduciría hasta el mismo, advirtiéndome antes de abordar su vehículo que ella era una  regidora y por consiguiente nada debía temer.

Estando a pie detenido en un semáforo el adulto conductor de una motocicleta a quien jamás había visto me dice todo sonreído “nadie se sacó la Loto ayer” como si fuésemos conocidos de antaño, y por último, en un restaurant-terraza un joven, al verme que tomaba asiento a sus espaldas, me señaló que era indebido no darle el frente a un huésped tan distinguido –cómo lo sabía? –colocándose entonces en la posición indicada.

Estas condescendencias espontáneas, no calculadas que se tienen con un desconocido, hace tiempo  que fueron desterradas en las grandes capitales y ciudades populosas del planeta, y su pervivencia en poblaciones como Constanza  a la vez que nos halaga y concita nuestra simpatía, es un desmentido a las letras  del tango “Yira” cuando afirman “aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor, no esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor”.  Esto no sucede allí.

El hecho de encontrarse en el fondo de un valle hace que la temperatura de la ciudad sea más fría que la registrada en zonas montañosas de igual elevación, y los 7 y 8 oc marcados por el termómetro durante las primeras horas de la mañana en los días de mi visita, obligaban a  los hombres a caminar sólo por las aceras soleadas con las manos en los bolsillos, y las mujeres con los brazos cruzados sobre el pecho.

Además del doméstico panorama de ver las mujeres barrer temprano el frente de sus casas y que en el centro de la ciudad existan muchos solares con árboles frutales que garantizan un gratuito maroteo, la comunidad se ufana por la seguridad existente y los bajos índices de delincuencia, indicadores sociales de los cuales en la actualidad no pueden alardear otros conglomerados urbanos del Cibao.

Al igual que en otras ciudades del país, el centro urbano está prácticamente invadido por Bancas de lotería y deportivas, centros cerveceros, liquors stores, tiendas de venta y reparación de celulares  y locales de exhibición de electrodomésticos, mostrando los propietarios de estos últimos una agresividad comercial tal que ocupan una buena parte de las aceras estorbando la libre circulación de los viandantes.

Como sucede en Beirut, Damasco, El Cairo y otras capitales árabes, en las calles comerciales el espacio aéreo frente a los negocios y a cuatro o cinco metros encima del pavimento es objeto de una fuerte disputa, porque los dueños de estos establecimientos no permiten que sus vecinos dificulten la visión de su publicidad, colocando entonces letreros de mayor tamaño que a distancia parecen convertir la vía en un túnel techado.  Como ejemplo la General Luperón y la Matilde Viñas.

Debido a que todo lugar paradisíaco tiene su infierno, éste último está simbolizado en Constanza por la gran polución sonora existente, pues parece ser que en los pueblos con escasos centros de diversión ésta debe manifestarse en la vía pública mediante la puesta a todo volumen de musicones instalados en los vehículos capaces de reventar los tímpanos y estallar los más sofisticados sonómetros y decibelímetros.

Esto por lo general acontece en las horas nocturnas y de preferencia los fines de semana, pero durante el día el ruido está garantizado por el pedorroteo de las motocicletas que llenan de espanto a los conductores por sus adelantamientos acrobáticos y sus temerarias maniobras circenses, al que se agregan el claxoneo de los automovilistas, el pregón de los vendedores de discos compactos y el chirrido de carretas y carretillas.

A veces fastidia la insistente nube de niños-limpiabotas y vendedores ambulantes de verduras que nos acosan ofertando sus servicios y productos, pero estas episódicas molestias desaparecen como por encanto desde que entramos chez “Luisa” un comedor tradicional donde es posible degustar apetitosos platos de la cocina criolla, o en folclórico negocio de “José Boruga” que sirven un ardiente chocolate ideal en el desayuno en esas mañanas frías y nubosas.

Un detalle que particulariza los residentes de esta agrícola y fría localidad es la excusa que esgrimen cuando deben abandonar nuestra compañía o ausentarse de una tertulia.  Las más invocadas son: debo ir a mojar la papa; mañana temprano debo cortar los repollos; esta tarde tengo que llenar dos camiones de zanahorias y otras de igual género que sólo en Constanza pueden oírse.

Me placía sobremanera oírles hablar entre ellos de las medicinas para las plantas-como si de seres humanos se tratara- pues bajo esta denominación designaban a los fertilizantes y pesticidas empleados  durante su cultivo, aunque uno hizo la certera indicación de que su aplicación solo reporta rentables beneficios después que ellas –las plantas- beban agua, o sea, sean mojadas por el cielo o el regadío.

No hay que ser necesariamente un profesional de la agronomía para que cualquier visitante resulte seducido por los atractivos agrícolas que bordean el perímetro urbano de la ciudad, y en vista de que una tarea de tierra cuesta en promedio la exorbitante suma de medio millón de pesos, el área metropolitana apenas ha crecido obligando a los nuevos residentes a construir sus viviendas en las escarpaduras de los cerros vecinos.

El hecho de avistar por aquí parcelas negras y desnudas recién preparadas y sembradas; por allí la geométrica rectitud de las plántulas germinadas; por allá la vistosidad de las Crucíferas – coliflor, brócoli, repollo – fructificadas y mas allá la cosecha con caballos de tubérculos de papa, conforman un colorido y espectacular mosaico digno de la pintura holandesa e inglesa del siglo XIX.

Cuánta alegría comprobar que los terrenos periféricos son respetados por la sociedad civil como si fueran una intocable reserva agroalimentaria del país, y que la peste inmobiliaria que devora y urbaniza los alrededores de la generalidad de las ciudades dominicanas, jamás prosperará en estos suelos sedimentarios de reconocida y renombrada suficiencia agrícola.

Además de la significativa rentabilidad que éstas tierras proporcionan a sus propietarios, la emoción que suscita su observación hace que la agricultura en este valle tenga todas las características de un paisaje estético, de algo que invita a su reposada contemplación como si fuera el caso de un llameante atardecer, una rugiente marejada, una parpadeante aurora boreal o una lejana tormenta eléctrica.

La producción agrícola en este valle es en resumidas cuentas un recreo para los ojos, siendo partidario de que no solo con finalidades estéticas sino mas bien para el reforzamiento de su vocación, todos los aspirantes al estudio de la carrera de Agronomía, y también para los ya matriculados en ella, tengan por obligación girarle una visita para convencerse de que la tierra se trabaja mejor con la cabeza que con las manos.

No exagero al indicar, que por las tecnologías aplicadas cuando se deambula por este valle uno parece estar en Taiwán, la Toscana en Italia, Israel, o la Provenza en Francia, y para quienes tienen sensibilidad hacia la flora el estallido de verdor apercibido procura una calma interior, una paz que a las personas imaginativas conduce a regiones donde únicamente tienen acceso los aristócratas del espíritu.

No únicamente las pocos comunes verduras y los exclusivos frutos cultivados en estas tierras como la rúcula, el arándano, las alcachofas, moras y frambuesas le otorgan a este valle el exotismo de que goza en todo el país, sino que la verticalidad y hasta arrogancia de algunos árboles que por allí prosperan como los álamos, sauces, araucarias y pinus occidentalis les conceden un prestigio, una reputación desconocida por otras regiones productivas de la República Dominicana.

Conocí un amigo militar de Medio Ambiente que cultiva en arrendamiento pequeños cuadros de coliflor por cuya intercesión fui invitado a comer a la casa de una humilde familia domiciliada en “El Chorro” donde bajo la sombra de una Datura de blancas campanillas me entregaba a la delicia contemplativa de este valle, que desde cierta altitud ofrece la engañosa perspectiva de que lejanas parcelas de tierra aparezcan más próximas de lo que están.

Como ocurre en cada pueblo de este país, en este barrio escarpado y empobrecido vivía un envejeciente que era una especie de ventana mágica para todos los vecinos –niños incluidos- porque sus relatos, verosímiles o no, invitaban a soñar a quienes les escuchábamos al ser como la memoria viva de todo lo acaecido en el área, gozando en consecuencia del respeto de toda la colectividad.

En razón de que hacía más de treinta años que no iba al doble salto denominado “Aguas blancas” una mañana me dispuse hacerlo, pero lo que en efecto espoleó mi curiosidad fue la disciplinada y vertiginosa práctica agrícola, que  a mano derecha en el sentido de la dirección del vehículo todoterreno en que me desplazaba, dominaba las alucinantes pendientes y las casi verticales laderas.

La intensiva agricultura prevaleciente en el lugar que transitábamos llamado “El Convento”, además de impresionante corta la respiración por los desafíos telúricos que debe vencer, siendo los abrigados cultivos de fresas, los de ajo, maíz dulce, papas y flores bajo invernadero los que secuestraban mi interés a tal punto que el arribo al conocido doble salto no revistió la nostálgica sensación que esperaba.

Un escritor cuyo nombre no recuerdo aconsejaba no volver jamás al sitio donde uno fue feliz, y si bien el caudal del salto no ha variado, la vegetación del entorno sigue exuberante y ahora hasta hay senderos ecoturísticos para visualizar mejor la caída del agua, ante su presencia no experimenté el arrebato que imaginaba, y lo peor fue que al regresar no le dispensé desde el interior del vehículo la mirada de despedida que acostumbro cuando resulto complacido.

Antes y durante mi visita decembrina a esta ciudad había leído varias obras y trabajos que le concernían como las interesantísimas “Relatos y Crónicas de Constanza” y “Mas relatos sobre Constanza” de Constancio Cassá; también “Una visita al valle de Constanza” del cónsul inglés Robert Schomburgk; “Constanza” de Agustín Concepción; “Apuntes para la prehistoria de Quisqueya” por Narciso Alberti Bosch y “Geografía y Sociedad” de mi tío abuelo Juan Bautista Pérez Rancier.

Salvo meritorias excepciones, los mejores trabajos de carácter científico publicados sobre esta región del país han sido de autoría extranjera como el del geógrafo inglés Schomburgk en 1851; el del barón Eggers enviado por la universidad de Berlín en 1887; el del sueco Erik Leonard Ekman en 1930 y el del puertorriqueño  Carlos E. Chardón comisionado por Trujillo para inventariar los recursos naturales del área.

Como ingeniero agrónomo de profesión especializado en Fisiología Vegetal, leyendo éstos y otros trabajos me intrigó la explicación que Manuel Rodríguez Objio, R. Schomburgk y el holandés Van Steenis ofrecían sobre un fenómeno denominado “El Botón” generado por la ocurrencia de un intenso frío que se observaba esporádicamente a principios de año caracterizado por un trastorno del flujo normal  de la savia que provocaba, salvo en los pinos,  el amarillamiento y caída de las  hojas.

Lo describen como un acontecimiento itinerante –se mueve de un lugar para otro- que sucede en las noches con cielo claro y brisa en calma notándose en el amanecer los daños causados por su paso, recordándose en el imaginario popular el del año 1944, y si en verdad no se presenta en el valle de Constanza desde inicios de los ochenta de la pasada centuria, sí se ha registrado en Valle Nuevo y La Culata  situados a mayor altitud.

La explicación que deseo avanzar sobre este fenómeno y su aparición es la siguiente: en primer lugar que el término botánico yema, que en español designa los brotes en forma de botones escamosos que aparecen en ramas y tallos se llama en francés bouton. En segundo lugar, que en Francia se conoce como Luna Rosa la segunda luna llena de primavera porque los jóvenes brotes alcanzados por las heladas tardías de finales de abril resultan quemados adquiriendo una tonalidad rojiza  -por eso se denomina así-.

El Botón dominicano no sería más que la Luna Rosa francesa con la singularidad de que aquí quienes resultan lesionados no son las yemas o botones sino mas bien las tiernas hojas que apenas acabadas de nacer son sorprendidas por un inesperado frío gélido que  hiela la savia, perturba su nutrición y finalmente produce su amarillamiento y muerte.   Es muy posible que se llame Botón por resultar afectadas las yemas.

En resumen, tanto en el fenómeno francés como el nativo lo que ocurre es una asincronía, o sea, una pérdida de sincronización entre la fisiología de la planta y la temperatura circundante, ya que las yemas eclosionan porque creen llegado el buen tiempo primaveral, pero si en lugar de  éste se presenta una imprevista sucesión de días álgidos, los brotes resultan quemados en Francia mientras que aquí acarrea la muerte y desprendimiento de las hojas recién brotadas.

A diferencia de lo que se produce durante el invierno en los países australes o boreales, los árboles de parques, plazas, avenidas y de las colinas circundantes a Constanza no pierden sus hojas, observándose también que sus ramas hospedan colgantes y abundantes guajacas –una planta epífita llamada  vulgarmente barbas de viejo- y extrañé mucho que tal vez a causa de las bajas temperaturas reinantes no viera aves, mariposas y otros usuarios del aire.

Aunque en diversos aspectos la ciudad parece no estar en la agenda de sus dirigentes, aun Constanza no está dejada de las manos de la Providencia, y gracias a la labor perseverante de sus agricultores su valle constituye en la actualidad uno de los grandes activos ambientales del país y del Caribe, en espera de que sus atractivos estimulen nuestro incipiente  agroturismo.  Constanza en definitiva es la garantía de un perpetuo asombro.

No quiero dejar en el tintero esta anotación final: el día antes de mi partida vi sentado en el parque a un ciego y al ver pasar a su lado con indiferencia a una joven señora pensé que estaba frente a uno de los individuos mas infelices del planeta al pensar de inmediato en aquellos célebres versos del poeta Icaza que dicen así:

Dale limosna mujer

que no hay en la vida  nada

como la pena de ser

ciego en Granada (digo, Constanza)

¡Cuánta desgracia sería ser ciego en Constanza y su valle!

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